16/6/09

alto voltaje!



Nos sacudió la noche entera del alambre en el que vivíamos. Volvimos al negro cubiertos de aceite a base de campanas y cañonazos que sonaron como el trueno, camino del infierno.

3/6/09

alarma!



Nunca he sido de ir de tiendas, ni de las de comprar ni de las de acampar. Tuve un momento, como todos, que abusé de las segundas por las precariedades monetarias y el me lo paso todo por el forro (de la tienda) típicos de la juventud.
Aunque aún precario monetariamente las he intentado evitar desde hace mucho.

Las otras no. Siguen sin llamarme la atención pero reconozco que durante unos años las visité de manera compulsiva, y no por comprar, lo hice por los nervios, por la adrenalina y por las cosquillas.
Me explico: por alguna extraña razón que luego os cuento, era ir a una tienda, una tienda grande, de ropa o similar que tuviera dispositivo de alarma al salir con uno de sus productos no pagados y hacerlo saltar a todo volumen. Y sin llevarte nada de allí, lo que tiene su mérito.

Fue a partir de una mañana de festivo que desperté sin recordar gran cosa de la noche anterior, seguramente debido a la moda que surgió entre los locales que frecuentaba de poner tónica caducada en los gintonics, en la que me percaté de una pequeña cicatriz en la zona donde deberían estar mi tableta muscular abdominal si no la cubriera una sutil capa oronda de grasa a modo de protección. En ese justo momento tuve la certeza de haber sido abducido por una especie superior la cual introdujo en mi organismo algún minúsculo artefacto de impensable tecnología para la humanidad y la gente de mi pueblo también.
Me sentí un privilegiado, un superhombre, la leche condensada. Solo faltaba poner a prueba mi nueva personalidad biónica.
Nada. Nulo. Cero. Ni sacaba premio en las tragaperras ni se me abrían las puertas del metro ni me bajaba pelis a más velocidad ni repelía las balas, aunque esto nunca lo probé, pero casi.

Hasta que un feliz día, inmerso en el agobio que supone ir a comprar un regalo en forma de ropa a tu madre un sábado por la tarde en un gran centro comercial, descubrí el milagro.
Fue salir de la tienda tal y como había entrado, y saltar la alarma. Las dependientas salieron en grupos de tres a la carrera tras de mi, me dieron caza al medio metro y empezaron con el semicacheo.
De ahí a otra tienda y a otra y a otra y a otra. Me daba igual lo que vendieran, lo importante es que tuvieran dependientas y muchas. Eran nervios, era adrenalina, acababan siendo cosquillas.

La cosa fue a más, tanto, que las alarmas saltaban ya cuando entraba a las tiendas, cosa que hacía que no me cachearan, cosa que fue restando gracia a mis poderes, cosa que hizo que me diera un tiempo de margen para retomar la ilusión.

Y al tiempo volví, pero la cosa ya no era igual. En las tiendas, en los comercios, quizá por culpa de otros como yo pero sin los mismos poderes que tienen que recurrir a esconder prendas no pagadas bajo los abrigos par hacer saltar las alarmas, allí donde yo hacía que los clientes se giraran hacia mi con cara de desprecio, habían puesto guardias de seguridad.
Las dependientas ya no salen a la caza. Son ellos los que corren tras de ti con cara de haber leído pocos o ningún libro, te agarran con fuerza en esa zona que va desde el cuello hasta el hombro y no se disculpan. Y ni siquiera hacen cosquillas.
Desde entonces he dejado de ir.
Pero debo volver. Tengo que hacerlo porque abrir mi armario es encontrar un pantalón de campana y varias camisetas que al poco de ponérmelas me producen un torniquete en el cuello por estrechas. Y porque tengo que comprarle un regalo a mi madre.

O lo hago o acabo desnudo y desheredao, viviendo en una tienda de campaña, y eso si que no.

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