20/3/06

de palomas y otras aves



Desde que entró en vigor la simpática ley anti-tabaco sufro pequeños destierros diarios de la mesa de trabajo hacia la azotea. El vicio de fumar me ha traído una nueva afición: obsevar la cantidad de pájaros diferentes que pululan por los aires de mi pueblo. En la pequeña terraza que me sirve de fumadero se posan desde viejas gaviotas a enormes periquitos (sospecho que prehistóricos por su gran tamaño) pasando por una enorme gama de pájaros negros: negros del todo, negros con la panza blanca (nunca he sabido diferenciar una golondrina de un vencejo), negros y grandes como cuervos, negros y pequeños como gorriones, negros estándars, petirrojos negros (petinegros?)... y sobre todo, las que más manía les tengo, palomas.

Mi odio hacia las palomas se vió reforzado hace unos días cuando atropellé una con la moto y casi me causa el accidente más tonto de la história de las dos ruedas. Soy más de letras (sobretodo en la sopa) que de números pero estoy seguro que atropellar con una moto a una paloma en pleno vuelo rompe todas las estadísticas conocidas.
¿Quién no recuerda de pequeño haber correteado hacia grandes grupos de palomas para que hecharan a volar? pues eso ya no sucede, al menos en mi pueblo. Para putearte un poco, se juntan en pequeños grupos y esperan impasibles a que pases por el medio, como si no fuera con ellas la cosa, y tú con el miedo en el cuerpo de saber que en cualquier momento pueden arrancar el vuelo llevándote por delante.

Esta misma tarde, mientras fumaba en la azotea, sentado sin prisas como Otis Redding, he notado unos golpecitos en el pie. Allí estaba una de ellas mirándome desafiante con sus pequeños ojitos negros, marcando el territorio. He dejado el cigarro a medio fumar y no he vuelto a subir, por supuesto.

Empiezo a creer que Hitchcock era una especie de visionario o profeta y que los verdugos de la humanidad nos observan esperando su momento, siempre alerta desde las ramas de los plataneros.

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