En aquellos años de su infancia rumiante, me confesó el porqué de su alegria gástrica: el chaval tenía la fijación de leer cualquier cosa que pasase delante de su ventanilla. Señales, anuncios, matrículas, adhesivos, letreros, precios en los escaparates, marcas y modelos de otros coches... una locura. Y claro, tanto festín de letras y números en movimiento, leídos con el ansia de las prisas convertían a mi pobre primo en un surtidor sobre ruedas.
Imagino que fue a raíz de esa explicación que me viene la costumbre de negarme a leer nada mientras conduzco, como mucho un rápido vistazo a las señales indicadoras, tan rápido que no me da ni tiempo a entender lo que ponen, pero por lo menos compruebo que siguen escritas en nuestro alfabeto y que no me he pasado de largo.
Y lo más curioso es que siempre acabo llegando a dónde me propongo, eso si, más de una vez dando un innecesario y pequeño rodeo.
